Comentario
El Concilio de Trento había dejado bien claro las condiciones para la celebración de los matrimonios. Los contrayentes debían haber dado libremente su consentimiento; se establecía la edad mínima de doce años para la mujer y de dieciséis para el varón; había obligación de hacer público el matrimonio durante tres domingos consecutivos en la misa mayor y los novios no debían tener un parentesco cercano. Previo a la celebración del matrimonio, tenían que confesarse y la ceremonia debía hacerse ante dos testigos y el ministro. Finalmente el matrimonio se registraba en el libro parroquial.
La ceremonia del matrimonio constaba de dos partes que consistía en la misa nupcial, seguida por una velación, ceremonia del velo. La misa nupcial se celebraba en la catedral o alguna de las parroquias de la ciudad, aunque a las hijas de los comerciantes más ricos o de los linajes encumbrados las casaba el obispo en su palacio episcopal. A menudo la misa nupcial era privada y se limitaba a los parientes más cercanos y amigos. Cuando el matrimonio era de personas importantes de la ciudad o algún alto funcionario del gobierno atraía a gran número de espectadores. Tanto la misa como la velación incluían la presencia de testigos que actuaban también como padrinos de la pareja, aunque también se podían nombrar padrinos diferentes para cada ceremonia.
Era frecuente que el primer hijo llegara dentro del primer año y medio del matrimonio, aunque es cierto también que el número de hijos estuvo relacionado con el prestigio y la riqueza.
Debido al rol central de la mujer en el establecimiento de los clanes, la familia extensa tenía sobre todo características matriarcales. En el caso de que el marido fuera un español peninsular, habían dejado a gran parte de sus parientes en España y, por consiguiente, buscaban sus contactos sociales entre los parientes consanguíneos de sus mujeres, si eran criollas. Casi siempre eran los miembros de la familia de su mujer -su padre, su madre, sus hermanos, como también primos y sobrinos- quienes servían de padrinos para casamientos y bautismos o eran nombrados ejecutores de patrimonios o tutores de los hijos menores.
Las mujeres no gozaron de tantas libertades como los hombres, pero tampoco era obstáculo para conseguir marido el tener uno o más hijos naturales. Ciertamente en las familias acaudaladas o con pretensiones de hidalguía se cuidaba con mayor esmero la castidad de las doncellas. Incluso si no llegaban vírgenes al altar se defendían con la excusa de que habían cedido a las súplicas de un novio formal que les había dado palabra de matrimonio; el incumplimiento de una promesa de esta índole deshonraba más al caballero que a la dama. La reparación del daño podía limitarse al pago de una indemnización o llegar a imponer un matrimonio forzoso.
Aunque es cierto que el modelo de mujer que proponían los manuales piadosos era el de la mujer virtuosa que debía a su marido obediencia y sumisión, también es cierto que tanto marido como mujer eran conscientes de que ambos estaban igualmente obligados a la fidelidad y apoyo mutuo. Por la gracia del sacramento cada uno era dueño del cuerpo del otro, con derecho a reclamar el débito conyugal. Marido y mujer habían adquirido un mutuo compromiso libremente. Las mujeres conocían estos derechos como se puede deducir de las demandas judiciales iniciadas por ellas cuando sus maridos no cumplían con sus obligaciones.